1937
Lo conozco, Morales, y sé que está de más la aclaración, pero no puedo evitar mencionarlo. Que todo esto quede entre nosotros. Más le digo, espero que una vez que usted escuche mi relato lo olvide para siempre, por mi bien y el de su memoria, bastante ocupada ya con sus propias culpas como para cargar con las mías.
El día anterior a todo esto yo pasé temprano por lo de Igarzábal para instruirme sobre un trámite, nada importante, un apriete a un correligionario, uno de los hombres de Alvear, que se había retobado a la hora de votar una ley. Me dio lo de siempre y algunos pesos de sobra para pasar por la botica a encargar un preparado. Así me dijo, un preparado, me entregó un papel para el boticario y ni una palabra más. Vio cómo es el patrón, reserva la labia para el Congreso el hombre. Así fue que partí para el comité de Tacuarí, a cumplir con mi primer encargo.
Cuando llegué, el revoltoso no había aparecido todavía, así que me puse a conversar con Maurín, el encargado de la sede, y nos perdimos en una charla sobre un tío de él, que se casó con una sobrina nieta de Sarmiento, y que ahora pinta para gobernador de San Juan. También comentamos el atentado a don Lisandro en el Senado, y yo me limité a asentir sin soltar prenda de más, mientras vigilaba la entrada. En eso vi venir por Tacuarí al mozo en cuestión, un boquirrubio con melindres de niño bien, recién llegado a la política y desconocedor del paño. Me dio hasta lástima el susto que estaba por sacudirle, pero así son estas cosas, de modo que dejé a Maurín hablando solo sobre la inauguración de la 9 de julio, y me apuré a interceptarlo mientras se acercaba, mirando los balcones. Tan desprevenido lo agarré con el puntazo, que ni entendió lo que le dije sobre la sesión del jueves, y se bamboleó hasta el comité chillando como un murciélago. Desde la vereda vi como Maurín se hacía el desentendido, y me di media vuelta para encarar el resto de mi encomienda.
Y ahora verá, Morales, que no fue ocioso el relato del apriete al mequetrefe, porque llegando a Florida busqué en el saco el papel que debía entregar en la botica, y no encontrándolo revisé todos los bolsillos hasta sacarles brillo, pero nada. El mensaje se me había caído en la refriega, concluí, y se imagina el fastidio con que enfilé para lo de Igarzábal, sabedor del incordio que significaba tener que enfrentar al patrón ante una falla. Grande fue mi sorpresa cuando llegué al portón de hierro de la calle Suipacha y lo encontré entornado. Uno con los años se va haciendo cauteloso….en lugar de llamar me deslicé en silencio a través del recibidor. Un murmullo de voces enconadas me alertó desde la biblioteca y aunque la conversación me resultaba indescifrable pude distinguir con claridad los timbres de voz de Igarzábal y de doña Enriqueta que se insultaban ahogando las palabras en la garganta. Con el avispero de las elecciones de setiembre agitándole el nido, con los rumores de fraude salpicándole al marido, no es raro que la señora esté destemplada, pensé.
Difícil la vida de la mujer de un político, reflexionaba mientras volvía sobre mis pasos para dejar a la pareja en paz, cuando la puerta de la biblioteca se abrió de sopetón. - Qué haces vos acá!- me espetó un patrón irreconocible, desfigurado por las injurias furiosas que acababa de dar y recibir. - ¿Me trajiste lo que te pedí?- Me las arreglé para explicarle como pude la pérdida del maldito papel, y ya puede imaginarse usted la respuesta que recibí antes de ser despachado a empujones para la botica, con una nueva nota garabateada con letra de loco. Cuando llegué, el ayudante de farmacia la leyó y releyó, fue atrás a consultar, y finalmente me entregó un frasco envuelto en papel madera, estudiándome como si yo fuera el Pibe Cabeza. Diga que cayó baleado el mes pasado, que si no habría jurado que me confundía con él de la mirada que me echó.
Para cuando volví a Suipacha las cosas se habían calmado, al menos en apariencia. Me recibió el Igarzábal de siempre, perfectamente engominado, con los puños de la camisa nuevamente sujetos por esos impresionantes gemelos de marfil. Le entregué el frasco y me despidió en silencio. Todo había vuelto a la normalidad. Al menos eso pensé, hasta que a la mañana siguiente me apersoné en el comité para enterarme de la repercusión del apremio sobre el mocito comprometedor. De más está decirle que el entrevero pasó al olvido ante tamaña noticia. Al principio no entendía lo que Maurín me decía, pero un brillo suspicaz en sus ojitos de comadreja me alertó de que algo andaba muy mal. El muy taimado me ojeaba como si me tuviera en sus manos. Tuvo que repetirme tres veces que la doña estaba muerta, que aparentemente se había cortado las venas en el baño la madrugada anterior. Yo no lo podía creer. La señora, tan atenta a pesar de lo orgullosa, tan sabiendo siempre lo que hacía.
En eso andaba, tratando de meterme la novedad en la cabeza, cuando ese cuyano falluto de Maurín me preguntó con malicia cuánto creía yo que valía lo que pasaría a mostrarme. Y ya adivinará usted lo que exhibió ante mis ojos ese malandra traidor, agregando que a Igarzábal le podría resultar muy útil recuperar una prueba tan comprometedora. Porque resulta, compadre, que lo que me mandó a comprar el patrón esa mañana, alcanzaba para envenenar a todo Morón sin dejar rastro de la intención, ya que las víctimas parecen en todo caso haber sufrido un síncope o algo por el estilo. Imagínese Maurín con ese papel, el desparramo que puede armar. Por eso y entre nosotros, yo ya veré cómo me las arreglo con la culpa de haber perjudicado a una señora tan noble, pero soy hombre leal, y más si las papas queman. Estoy saliendo mañana para Lobos, hasta que se olvide el asunto. Con el comisario no va a haber problema, es hombre de Ortiz, y dice el patrón que lo de Maurín lo deja en sus manos, Morales, y que cuanto antes mejor.
Marcela de Laferrére.