(Para Andrea y Ricardo, que escuchan a la grulla desde la vasta pampa de su king. Acá les cuento un cuento antes de irse a dormir. Tápense que refrescó.)
Las historias posibles son infinitas. Cualquier minúsculo fragmento de realidad puede ser tomado como un efímero cristal de nieve, y puesto bajo la lupa de una mente viajera. Allí se agrandará y multiplicará, podrá desarrollarse en una cantidad también innumerable de formas. Los humanos necesitamos cuentos. Algo tienen que nos nutre y ayuda. Algún aceite esencial les vamos extrayendo, que lubrica nuestra vida.
Comienzo a contar entonces, uno de esos tantos relatos posibles, sin saber todavía adonde me llevará, ni de qué oscuro rincón de mí surge. Me propongo el juego de narrar una historia sin nudo, la vida de alguien a quien nunca le sucedió nada notable; verificar si eso es posible, si logro eludir todo conflicto, toda tentación de heroísmo. Una vida intrascendente, que se apague sin haber brillado jamás. Veamos si tal cosa existe, o si en todo destino se filtra, inexorablemente, con redentor disimulo, el misterio.
Intentaré darme cuenta de cómo se logra construir un camino empedrado de situaciones irrelevantes, carente de dolor, de éxtasis y de grandeza, que transporte a mi personaje, ahorrándole sobresaltos, desde un parto sin complicaciones hasta su último instante, una muerte apenas llorada.
Pongámosle sexo: mujer. Me resulta más fácil inventar una mujer. Ya me he inventado a mí misma con discreto éxito. Pongámosle nombre: Ester. Ni muy fuerte ni muy dulce, poco expresivo. Para decirlo debo estirar las comisuras de los labios en una especie de sonrisa congelada; un gesto plano. Ester, pues. Una vida monocorde. Ester bebe leche. Ester crece. Debe ceder. Se estremece en el semen. Merece perder. Merece perecer este ser repelente; de repente, envejece.
Ester nació en Adrogué. Conozco poco Adrogué. Fui una vez, una tarde, cuando era chica, pero no pasó nada memorable. Había sol, y alguien cosía. Quizás por eso. No podré darle color local al relato, ni describir esquinas, o parques. Mejor así. Detrás de algún arbusto podría hallar agazapado el riesgo de una aventura interesante. En todo caso, ya no puedo torcer el rumbo. Tampoco encuentro motivos.
En Adrogué, las mañanas eran alegres, con ruidos de baldes en patios soleados y platos apilándose. Ropa al viento. Rayuelas en las veredas. La flauta del afilador, anunciando la hora de la siesta. Ester aprendió a caminar en el patio de su abuela, que vivía a la vuelta. Todos vivían a la vuelta unos de otros. El mundo conocido era pequeño. Nada inspiraba temor; no había secretos.
A Ester le festejaban los cumpleaños con recurrente entusiasmo, todos los otoños. Veraneaba en la pileta de lona. Sus tías iban a visitarla, y le cosían vestiditos. Todos la querían; cómo no la iban a querer. Los padres también se querían, porque también, cómo no se iban a querer. Ni las palabras de amor ni las caricias eran necesarias. Se hablaba de fútbol, de la novela, de los demás. Todos patinaban por la superficie tersa y lustrosa de los días con infinita destreza, sin detenerse jamás ante ningún obstáculo, sin tropezar. La superficie de la vida es delgada, como el hielo sobre un lago al comienzo de la primavera. Detenerse en un punto hace que el hielo inevitablemente se quiebre, y quién quiere hundirse en un lago helado de preguntas sin respuesta.
Consecuente heredera de una estirpe, Ester pronto se convirtió en una patinadora experta. Iba y venía, saliendo airosa de todo peligro, esquivando toda trampa de transgresora reflexión. No le costaba ningún esfuerzo. Era un don innato. Patinaba con gracia. Con mucho donaire andaba por los aires, como cantaba el disquito verde que le habían regalado para su comunión.
Y así cruzó, patinando rauda a través de la primaria, el comercial, el noviazgo y el curso de inglés. Entró patinando a la iglesia el día de su casamiento, del brazo de su padre, quien la entregó a otra estrella del patín, un gordito con cara de bueno, vecino de toda la vida, generoso, porque cómo no iba a ser generoso, que la quería, como todos; cómo no la iba a querer.
Esa fue la única noche de su vida en la que Ester corrió, por algunos instantes, verdadero peligro. La superficie de esa noche crujió en un momento, amenazante, turbadoramente frágil. La salvó, como siempre, un hecho trivial, al que se aferró con fuerza. Le llevó casi diez minutos idear cómo escurrirse fuera del cepo en que se encontraba, debajo del gordito, quien se había quedado dormido y se estaba volviendo pesado como una foca. Fue un proceso largo y trabajoso, porque tenía ambos brazos semiatrapados, y una pierna se le había dormido. Mirando el techo en la penumbra, Ester sintió un vértigo preñado de espanto, y ese techo se convirtió de pronto en un precipicio sin fondo, al que se asomaba como si el cuarto se le hubiera dado vuelta, y estuviese boca abajo, flotando en el vacío.
Fue entonces cuando estuvo a punto de preguntarse qué hacía allí, cómo había llegado a ese hotel pretencioso. Cerca anduvo de que su reciente y familiar marido se le antojara un extraño distante y ajeno, de quien nada sabía en realidad. Poco faltó para asomarse a la duda, para desear que todo hubiese sido distinto. Pero el sentido común, la pierna dormida y el cuerpo rollizo y oneroso corrieron en su ayuda, y dieron vuelta el cuarto, poniendo las cosas en su lugar. Como por arte de cordura, el techo volvió a ser el techo. Arriba fue arriba. Abajo fue abajo. Entonces descubrió que ese abajo la aprisionaba hasta ahogarla. Eligió transformar todo en una inofensiva metáfora, en la que la cuestión era cómo salir de abajo del gordito, pobrecito, cómo duerme, cómo lo quiero, cómo no lo voy a querer.
Ester cede. Merece perder. Merece perecer pero envejece.
Ester fue envejeciendo en su barrio. Sus embarazos tampoco la inquietaron. Muchas generaciones anteriores a ella se habían encargado de evacuar cualquier duda, y además estaba ese doctor en la televisión. Un verano, cuando sus dos hijos fueron algo mayores, el gordito la llevó a conocer el mar. Mirarlo le producía vértigo: una sensación parecida al pánico que no alcanzaba a explicarse, y que le recordaba algo, no sabía qué. Por las dudas no dijo nada.
Podría terminar aquí, dejar a Ester arrodillada en la playa, enterrando una cáscara de manzana en la arena, como quien entierra un recuerdo perturbador. Pero debo seguir, para no abandonar mi propósito inicial, atravesar la monótona llanura de una vida, de principio a fin.
Esa tarde, en la playa, Ester ignoraba que le quedaban exactamente ocho mil trescientos noventa y ocho días de vida, veintitres años y monedas, un largo tobogán de doscientas un mil cuatrocientas ochenta y seis horas por el cual deslizarse hasta caer y disolverse en otro mar, que la esperaba con los brazos abiertos. Uno parecido a éste, que le mojaba los pies, y le robaba la arena de las manos.
Sus hijos crecieron sanos. Se casaron con chicas del barrio. Ella fue una buena abuela, y sus nietos aprendieron a caminar en el patio de su casa, que quedaba a la vuelta. Miraba mucho cine. Le gustaban las novelas, porque eran largas. Duraban meses, todos los días pasaba algo inesperado, y ella participaba deslumbrada de esas vidas enredadas y llenas de sorpresas.
Una mañana Ester amaneció muerta. Murió en un sueño, como había vivido. Jamás supo de agonías, y ese día tampoco. Se fue plácidamente, sin estridencias, con un entierro callado y simple. Al viudo se lo veía más perdido que triste, como si ella le hubiera jugado una mala pasada.
Aquí sí me detengo. Ya no puedo seguir contando, y no porque Ester no siga. No lo sé. Nadie lo sabe. No conocemos el nombre del juego ni sus reglas. Desconocemos quién gana y quién pierde, si es que alguien pierde, si es que hay un juego. Una mujer logró ignorar todo el misterio de su vida. El precio de ese logro es la Belleza, porque Ella siempre es abismo. Nos quedaremos entonces sin saber si se puede también patinar sobre la superficie tersa y oscura de la muerte.
Marcela de Laferrère.