Padre es lejanía. Una parte intrínsecamente constitutiva de la función de padre es la distancia. La función paterna es aquella que ya desde temprano oficia como cuña que nos separa del cascarón materno, ejerciendo así su primer actividad relacionada con lo espacial. Se convierte más adelante en la coordenada que nos permite el desarrollo de la discriminación intelectual: esto sí, esto no; la línea de contorno que separa y da forma, individualizando e individualizándonos. El padre desarrolla en nuestra personalidad aquel rasgo que utilizamos cuando apreciamos un cuadro, y para hacerlo nos alejamos de él, creando esa distancia que es esencial al pensamiento.
Es así que todos estos oficios dejan indisolublemente ligada la figura del padre a lo distante, por más cercana que haya sido la relación en el tiempo. No importa cuánto se juegue a la pelota con él, se viaje o se converse, la vida de ese hombre siempre tendrá algo de misterioso para nosotros, una dimensión que desconoceremos. Para zanjar al menos en parte esa distancia, curiosamente debemos hacer lo que él nos enseñó, alejarnos. Dar varios pasos atrás y mirarlo, no ya como padre nuestro, sino como el hombre que es o que fue, mucho más allá de nosotros. Despojar a nuestro padre de su paternidad para poder verlo más abarcativamente es un trabajo sutil y laborioso, no muy sencillo, pero generador de una saludable libertad.
Es esta relación de lejanía la que vemos luego simbolizada en el dios que nos ofrece la religión cristiana. Así es que Dios Padre, eternamente inconcebible, misterioso y distante, debe enviarnos a su Hijo para saltar ese abismo, y establecer un puente entre El y la humanidad. El nuestro es un dios decididamente varón, amoroso pero alejado, y cuando hablamos con El, miramos hacia arriba, como si estuviera efectivamente en el lejano azul del cielo. Otras culturas, no alienígenas, sino simplemente otros hombres en otros lados, han soñado diosas, para poder relacionarse con lo trascendente de una manera que involucre también lo femenino, que incluya la cercanía y la intimidad. Es así que en el hinduismo, por ejemplo, la deidad es un espejo que se ha roto en mil pedazos, brindando infinidad de imágenes a las cuales acercarnos de acuerdo a nuestra facilidad natural, o al momento de la existencia por el que estemos atravesando. También en el taoísmo encontramos lo masculino y lo femenino unificado en el ying y el yang que se abrazan en el Tao.
Siendo como es nuestra tradición religiosa, resulta inevitable que nuestra relación con Dios esté profundamente condicionada por la relación con nuestro padre terrenal, ya sea de una manera analógica o compensatoria. Surge aquí sin embargo una cuestión difícil de resolver. A quién conocimos primero, ¿a nuestro padre o a Dios? Más aún, para poder avanzar en la respuesta, debemos desglosar a Dios en el “ready made” dios envasado en la cultura, y el otro, el que habita más allá de la palabra y el pensamiento,
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Sin duda, si efectivamente existe, hemos conocido a este Dios antes que a cualquier otra cosa. La pregunta sería entonces, si originariamente modelamos al dios cultural a imagen de nuestro padre o viceversa. Otra pregunta interesante: ¿porqué nuestro Dios es varón? ¿Qué efecto tiene este hecho en nosotros ? ¿Cómo nos determina?
Ya en el Génesis aparece Dios Padre dividiendo las aguas de la tierra, la luz de la oscuridad, o sea, discriminando, como vimos, función paterna y en cuanto tal, masculina. ¿Era absolutamente necesario para la cultura dotar a un Dios único de género? ¿No puede acaso la mente humana concebir un Dios andrógino, libre de esa clasificación? Más allá de la dificultad de representarlo en un fresco, es evidente que sí se puede, por lo tanto ¿por qué o para qué se dotó a Dios de género? ¿De qué matriz conceptual nace Dios?
Volviendo a la cuestión del padre y la distancia, sorprende descubrir que personas con muy distintas historias y estilos de relación con sus padres, desde el que casi no lo conoció hasta el que gozó de una relación muy cariñosa y estrecha, tienen una sensación muy similar en cuanto a lo que no se dijo, no se supo, no se dio, que marca una imposibilidad, que de tan común ya parecería inherente a la relación. Como si una de sus funciones fuera crear ese espacio de añoranza y mirada dirigida hacia un más allá. Para bien o para mal, la relación con la madre es siempre más cercana y posible. Pertenece a la tierra, sea como sea sucede aquí, a nuestro lado. Nos refiere a lo cercano, al ombligo, a lo que si se perdió, fue porque alguna vez se tuvo.
Es dentro de ese campo de tensión entre estas dos relaciones tan distintas que vamos tomando forma, creyendo que nuestra anécdota de vida es muy distinta de la del vecino, sin sospechar que todo está sucediendo como tiene que suceder, para ir de a poco naciendo.
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