VISIONES.
Veo un espejo que no es un espejo sino una planicie de mercurio bajo el hielo, o quizás un cristal. Veo a un guerrero sobre ese cristal, bañado en luz de invierno, montando un caballo negro y sosteniendo una lanza. Su sombra se estira y se agiganta solitaria hacia el horizonte, también de espejo, también de hielo, o quizás de cristal.
El sol es frío, y nada puede ante el destino del guerrero bañado en luz de invierno, a quien la muerte ya no inquieta, porque no puede ser mas fría que ese sol que nunca se aleja del horizonte, que no entibia su espalda.
Escucho, o creo escuchar, quien sabe, los cascos de su caballo en un lento y acompasado avanzar, si es que avanza, si es que existe el avanzar, si es que hay algo en el Universo que no sea un círculo.
Lentamente se acerca tambaleando hacia mí, en la niebla, una figura. Sé que tiene mi cara pero no puedo verla. Algo le brilla a la altura del vientre. Lo tiene abierto, desgarrado, y puedo ver sus entrañas todavía palpitantes, rotas. Imagino su dolor como de fuego, un ardor que atonta y adormece, que ojalá desmayara, pero ni eso. Y la figura se acerca despacio, pareciendo implorar una muerte que no sucede.
Cómo no sentirnos inmortales los hombres, si ante dolores brutales, alas de luciérnaga trituradas por los mecanismos del egoísmo que no se detiene ante nada, seguimos , los hombres, con los vientres abiertos y desgarrados, dando pasos ciegos, eterno boxeador que nunca cae, que alguna misteriosa ley mantiene en pie, agotando inexorablemente ese desconocido pero preciso número de palpitaciones, el número de nuestro destino.
Sentada, callada. Cierro los ojos. Me enderezo. Me hamaco en la respiración. Juego con los filamentos que dentro de los párpados flotan como en una sopa oscura. Estoy acá, adentro, contenida; las palabras siguen con inercia de locomotora unos minutos más. Se van deteniendo. Espero. Emerge una imagen. Un pisapapeles de cristal, de esos en los que nieva cuando se los da vuelta. Tiene algo en el centro que la nieve no me deja distinguir. Ahora sí, es una casa iluminada. Asomada a una de las ventanas estoy yo. Me mudo de mirada. Desde la ventana puedo ver la nieve que cae, la parábola de cristal que marca el final de mi mundo, y allá afuera, con los ojos cerrados y una sonrisa insinuada, la gran cabeza que me sueña. Su silencio es la matriz de mi posibilidad.
No hace falta que me mire; sé que sigue cada gesto de mis manos. Soy su creación, pero me siento libre. Sólo crea el silencio del que surjo como una imagen más en esa cabeza enorme, callada, sonriente, que me deja ser.
Ya dejó de nevar. El sol despeja el camino. La soledad es imposible.
Marcela.
Marcela.
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