BABEL.
Cuenta el Antiguo Testamento que los hombres, en su perpetua arrogancia, quisieron un día construir una torre que llegara al cielo. El proyecto fracasó y la consecuencia de tanta desorbitada megalomanía fue la aparición de las lenguas, que los sumió en la confusión y el desorden. Hasta ese momento los humanos hablaban un mismo idioma, podían compartir, eran todos “del mismo palo.”
Una excelente película estrenada hace ya tiempo toma como título el nombre de la dichosa torre, y aborda con sutileza nada panfletaria el tema de la incomunicación, del dolor que produce, del sectarismo y paranoia que desencadena la desconfianza hacia el “diferente”; en fin: nos anoticia de que el tiempo de Babel se ha instalado entre nosotros y caemos de cabeza en el vacío, hacia sabe Belcebú qué peñascos.
Salgo del cine. Miro a mi alrededor. Llego a casa. Enciendo la radio, y escucho. Allí está. Ante mi se alza, en todo su terrible esplendor, el derrumbe de Babel aturdiendo con su estrépito a los oyentes. Partidos políticos hechos añicos, destrozados en fragmentos cada vez más pequeños e insignificantes, que ya no representan a nadie. Religiones que demonizan a los credos ajenos, convirtiéndolos en sede de toda calamidad. Derecha fascista, izquierda terrorista. Huyamos del diferente, que es siempre un enemigo.
Salgo a la calle de nuevo y la cosa no mejora. “Ciudadanos de bien” que desconfían de los “piercings” y los tatuajes. Piercings y tatuajes que desconfían de los ciudadanos de bien. Vecinos que se oyen y no se escuchan, que se agarran a tiros porque les estacionan el camión en la puerta. Dos víctimas se cobró esta semana esa sordera. Un maestro asesinado dentro de su auto porque un demente vio en él algún mal encarnado, algún peligro alucinado.
Y nosotros mirando, creyendo que hablamos todos el mismo idioma, sin darnos cuenta de que un idioma es más que un conjunto de sonidos conocidos. No voy a definir qué es. Prefiero dejar la pregunta abierta en cada uno de los lectores que estén lo suficientemente libres de odio y prejuicios como para poder reflexionar y hacer algo al respecto.
Siempre me disgustó la palabra “militancia”. Me parece un elemento verticalista y fanático que se coló en nuestra manera de nombrar una actitud comprometida con la realidad que nos rodea. Yo no milito; participo, juego, esculpo el mundo con mi actitud, con mis convicciones, pero no milito. Invito a todo aquel que comparta este asombro ante el horror, a que juegue conmigo a “desbabelizar” nuestra cuadra, nuestro barrio, nuestro partido, nuestra familia, nuestras instituciones. En mi juego, todo aquel que invente un enemigo es un terrorista y tiene una prenda.
Marcela.
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