jueves, 10 de marzo de 2011

Mientras remoloneaba.



 A propósito de Ingmar. (al día siguiente de su muerte)

Es verano en el Báltico.

Acá en Buenos Aires el invierno me atornilla a la cama hasta que no quede más remedio. Hace dos semanas nevó. Escasean el gas, la nafta, las cebollas. La radio se enciende puntualmente a las seis de la mañana. Entre sueños escucho la noticia de la muerte de Ingmar Bergman. Murió en su casa, en una isla del Mar Báltico.

Me acomodo la almohada de plumas, bien encajada en el hueco del cuello, para que no me duela la cabeza más tarde. Imagino un sol benigno, que no se esconde del todo en meses, una casa con ventanas mirando la playa; una playa inhóspita, con pedruscos y arena áspera, oscura. Un hombre viejo muriendo casi sentado, despidiéndose de ese sol que traza eses sobre el horizonte. Recuerdo su escena de la partida de ajedrez con la muerte, a orillas de otro mar, hace muchísimos años. Me viene inevitablemente la imagen de la cola, a la entrada del Lorraine, unos minutos antes de ver esa partida en la oscuridad del cine, como soñándola. Tengo dieciocho años. Tengo también una boina de terciopelo verde, o gris, ya no la veo con la nitidez de antes. Hace frío y no sé con quién estoy. Entiendo todo con la piel; la mente sólo sirve para mirar. Atenta a mi manera, los ojos enormes. Corrientes burbujea a nuestro alrededor. El mundo es mucho más grande que el año anterior. Todo un viaje, el 68.

Por la radio pasan un viejo tema de jazz, quebrado por el fraseo extraño de Billie Holliday. Otra muerta que el mundo ya no extraña. Me descubro asociando.

Mi perra se sube a la cama y se apretuja contra mí, como entendiendo. Quiere que seamos una, no separarse nunca. Yo sé que un día la veré morir, o ella a mí, quién te dice. Me preparo, con paciencia de hormiga. Acaricio la idea como a una yegua arisca, sobándole el lomo de a poco, para que no me voltee. Me imagino sentada en una cama, apoyada en muchas almohadas, como Bergman, mirando por una ventana. Qué ventana será. No lo sé, pero quiero morir así, casi sentada, despidiéndome del mundo en un lugar maravilloso. Casi nadie muere así. Hoy en día se muere uno encerrado en terapia intensiva, lleno de tubos y cánulas, conectado a un aparato que les avisa a las enfermeras cuando pueden desocupar la cama para el siguiente. Uno se muere solo. Siempre. No importa dónde. El que se muere es uno, y nadie más. Bergman ya no filmaba. Me pregunto hasta cuándo vivió realmente, hasta cuándo seguirá divirtiéndome vivir. ¿Se habrá divertido él hasta el final? ¿Cómo me las arreglaré para querer seguir viviendo hasta el último día? ¿Será mejor eso, o desear irse? Elijo divertirme, pensando, siempre pensando. Fantaseo que pensar es recreación garantizada, aunque uno esté loco, o inmóvil. ¿Stephen Hawkins la pasará bien? El tema es rascarse.

La perra se reacomoda. Gruñe un poco porque yo me muevo. Siempre hace lo mismo: me reta, y a mí me da risa su desfachatez de enana valiente.

Me doy cuenta asombrada de que hasta ahora no vi morir a nadie. Marido, padres, tíos, amigos, muertos mientras yo no sé qué.  A nadie más que a mi perra anterior. A ella la acompañé hasta el final, una arcada de sangre. Después la puse en el medio del living y la acaricié largo rato, un poco por ella y un poco por mí. Algo muy dentro necesitaba ese contacto con una muerta querida. Vi que podía desprenderme en el dolor sin rebeldía. Busco eso; voy bien; creo. Nadie sabe.

Papá murió lejos, en Madrid. Morir en Madrid: otra vez la cola del Lorraine, el solo de guitarra interminable, las imágenes de la guerra civil española. Mamá murió sola. La rima es casualidad. Según mi hermano, papá abrió los ojos de pronto y declaró que se tenía que ir, que lo había venido a buscar Troilo. Él fue muy amigo de Troilo, vaya uno a saber. De mamá no sé nada. Murió en la bañera, con un jarrito de algo que los bomberos encontraron calcinado, calentándose en la cocina. La televisión encendida. No esperaba morir. Yo estaba de viaje. Se nos fue "redepente", como decía Niní. Para mí ya había muerto hace mucho. Me dolió más que muriera John Lennon.

Disfruto del calor en los huecos de mi cuerpo. Pongo los dedos debajo de un brazo, entre los pliegues de la ingle. La perra logró su cometido: somos una, un nosotros caninohumanoide, difícil de analizar. Agrego una perra a la imagen de mi muerte, sentada entre almohadas de pluma. Mirando qué. El mar: sí; no; un bosque, el cielo, un atardecer con un sol enorme, de un colorado inverosímil. Animales. Quisiera morir mirando animales jugar. Tigres cachorros, relajados, despreocupados, entre gráciles y torpes, igual que yo muriendo. ¿Qué habrán mirado los ojos de Ingmar? Murió sin saber que me había iniciado en el mundo de los símbolos, más que El Bosco, más que la Iglesia Católica. Soy naturalmente agradecida. Desde la cama tibia le rindo homenaje, y me dispongo a vivir un día más. Arriba, bicha. Que la muerte nos pille potreando.

Marcela.

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